sábado, 28 de agosto de 2010

¿LA MUERTE MAS HERMOSA ES LA QUE NO SE VE VENIR?











En la noche del 12 al 13 de junio de 1998, la tempestad hizo furor a lo largo de la costa

de Bretaña. Proyectado por las olas desde su velero, el navegante Eric

Tabarly encontró la muerte, atrapado entre las olas y la oscuridad. Esta desaparición

brutal levantó una emoción enome. Un comentario apareció enseguida en los medios

de comunicación: no podía desear una muerte mejor.

Este comentario lo oímos a menudo: por la persona que, en un infarto, no ha visto llegar la muerte; por aquella que no se ha despertado de una operación ; por aquel que ha muerto de manera brutal en un accidente. Nos quedamos tranquilos cuando sabemos que un enfermo grave no es consciente de su estado. Nos cuesta aceptar la degradación progresiva del cuerpo y de las facultades, la agonía lenta, incluso cuando es indolora. De hecho, soportamos muy mal el pensamiento de enfrentarnos de manera consciente con la perspectiva de nuestra muerte. En la mentalidad de hoy, la muerte más hermosa, la que se le desea a los demás, la que hay que desear para uno mismo es la que no se ve venir. Una muerte rápida y sin sufrimiento. ¡No ver que uno se muere!

" ¡Líbrame, Señor, de una muerte súbita e imprevista!", pedíamos antaño en la oración (en la letanía de los santos). Nuestra memoria recuerda todavía escenas que nos parecen lejanas: la persona que, rodeada de sus seres queridos, siente venir su última hora y pone en orden sus asuntos y dirige a todos palabras de adiós. Que deja a cada uno una serie de recomendaciones y pronuncia palabras de reconciliación. La muerte viene a por ella sin sorprenderla. Esta muerte enteramente lúcida, integrada de manera natural en la vida, parece que se vive de manera serena. Es sin embargo de ella de la que tenemos miedo hoy enormemente.

No hay muerte hermosa, propiamente dicha. La muerte es siempre una violencia en sí misma, un absurdo. Pero puede haber una muerte hermosa para cada uno de nosotros. Hace algunos años, dos novios jóvenes se preparaban para casarse. Con un diploma universitario, felices, con una buena situación entre las manos, con familias unidas y con muchos proyectos. Todo parecía sonreírles en la vida. Algunos días antes de su boda, los dos se mataron en un accidente de moto. Consternación general, por supuesto. Pero una sorpresa esperaba a las familias. Se encontró entre sus cosas un testamento que habían escrito juntos. Con una intuición misteriosa, habían sentido que el hilo de su vida podía romperse de manera brutal. Habían pensado en ello, abandonando por adelantado su vida entre las manos de Dios. Esta muerte brutal no les había sorprendido.

Sean cuales sean las circunstancias, dulces o violentas, la muerte más hermosa es la que no viene a sorprendernos; una muerte que no está excluída de nuestro horizonte humano, sino que está incluída en nuestro camino de vida. Aquel que niega que es mortal se deshumaniza. Sea cual sea el rostro que adopte, la muerte más hermosa es, para cada uno de nosotros, aquella que vivimos como un nuevo nacimiento. Humanamente, podemos vivirla con inquietud, con angustia, con miedo. La violencia hecha a nuestra naturaleza puede ser vivida de manera dolorosa. Estas manifestaciones son a menudo el signo de un combate interior, de una última purificación. Algunos han hecho ya tan bien este trabajo sobre sí mismos que pasan por una muerte tranquila y llena de paz. El 28 de agosto de 1991, Juan Pablo Yvernat, joven sacerdote de 34 años, la vivió como una liturgia, plenamente, con toda lucidez. A lo largo de una ascensión a los Alpes con un grupo de jóvenes, recibió un trozo de roca. Herido mortalmente, vivió los últimos momentos en la paz y la oración, rodeado de jóvenes. Desgarrón, la muerte es también impulso; partida, es también encuentro. Encuentro con Aquel que, desde Pascua, nos ha precedido y nos ha trazado el camino. Su acto de amor y de ofrenda ha asumido todos nuestros miedos, nuestras rebeldías, nuestros rechazos. Nuestra muerte ha entrado en su Pascua. No pensemos que se contenta con quedarse en el umbral de la puerta, en el otro lado, mirándonos pasar de un lado al otro. Unido a cada uno de nosotros, si queremos, vuelve a hacer el trayecto con nosotros. No estamos solos en esta travesía, abandonados a nosotros mismos. A condición de darle nuestra libertad en un último acto de ofrenda de nosotros mismos al amor del Padre. En las playas de Africa, el mar viene sobre la costa en enormes olas. Para entrar mar adentro, hay que pasar la "barrera", esa zona peligrosa en la que el hombre no puede oponerse a la fuerza de los elementos. Hay una única solución: coger la ola siguiendo su movimiento, dejándose llevar hasta la cresta, sin oponerle resistencia. La más hermosa muerte para cada uno de nosotros es ese pasaje consciente de la barrera, en un abandono confiado, para llegar al océano del Amor divino.

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